Dice un refrán soez pero sabio: «El día que la m… valga algo, los pobres nacerán sin c…». Una confirmación más del dicho se está produciendo en Colombia. Durante años, la basura no valía nada, ni existía el concepto de que había en ella porciones recuperables. Los alcaldes la recogían, la tiraban a un hueco y cobraban a los ciudadanos. Solo los basuriegos o recicladores se ocupaban de hurgarla, separar lo podrido de lo reutilizable, juntar en un lado papeles y cartones, amontonar latas y metales en otro, poner en un tercer grupo vidrios y cristales y luego vender lo recuperado para que las fábricas volvieran a procesarlo. Aún recuerdo a las señoras de pañolón que, costal al hombro, azotaban las calles gritando «¡Fraaascos, boootellas, papeeeel!». Los niños ricos se asomaban a la puerta, entregaban a las marchantas cascos vacíos y jotos de periódico, y se producía entonces una imagen aberrante que me acompañará al infierno: la mujer sacaba una chuspita con monedas y pagaba al niño rico su mercancía de desecho.
La deuda que tenemos con los basuriegos es impagable; ahorraron vertederos y ayudaron a la industria. Una interesante investigación de la economista Rocío Moreno demuestra que «son bien reconocidos los beneficios ambientales, económicos y sociales de los recicladores» y que su actividad «reduce el costo urbano de gestión de desperdicios».
Pero desde hace meses las cosas han cambiado. Gracias al progreso del espíritu ambiental se descubrió que reciclar basuras es estupendo negocio. Los niños que antes habrían cobrado a las marchantas por sus frascos quieren ahora echarlas del mercado, quedarse con los restos y hacer una fortuna revendiéndolos. Operan ya en el país varias de esas empresas, una de las cuales (Recursos Ecoeficiencia S. A.) es propiedad de Tomás y Jerónimo Uribe.
Para desplazar a los recicladores hacía falta una ley. Esta llegó en diciembre del 2008. Entre copiosas normas técnicas sobre escombros -muchas de ellas sanas y necesarias- hay tres que expulsan a los viejos basuriegos e instauran el imperio oportunista del capitalismo ecológico. Una, quizás inconstitucional, declara que los residuos, que eran res nullius (de nadie), ahora son del Estado. Otra prohíbe examinar y extraer contenidos de las canecas (no digo esparcirlos, que es cosa de mendigos, no de recicladores). La tercera proscribe «el trasteo de basura y escombros en medios no aptos ni adecuados». Fácil resulta suponer que son adecuados los camiones de las flamantes empresas «ecoeficientes» y no los costales, carritos de balineras y zorras de los cartoneros.
La Ley 1259, sancionada por el Gobierno, es un atentado contra la supervivencia de esa humilde comunidad, a la que debemos décadas de racionalización de desperdicios. La ley incluye líricos parágrafos sobre campañas cívicas y capacitación de personal, pero la verdad pura y dura (lo dice un informe de Daniel Páez en la revista Shock) es que están sacando a los basuriegos y pronto les cobrarán multas de dos salarios mínimos por hurgar canecas. ¿Cómo van a pagar, si un reciclador apenas gana 10.000 pesos diarios?
Una ONG tiene entutelada ante la Corte Constitucional cierta medida que, al cerrar en Cali el botadero de Navarra y licitar las basuras, sepultó a los recicladores. Hay que ver el desdén humano con que se hacen estas cosas: cuánta delicadeza ahora con los desechos, cuán poca con los basuriegos. Escalofrían las cartas de la Superintendencia de Servicios Públicos y la Corporación Regional del Valle, donde afirman que «no está dentro de nuestras funciones ambientales solucionar problemas sociales». ¿Pero sí crearlos?
Si alguien tiene derecho a vivir de los desperdicios son los basuriegos. Antes que atender a ávidas ecoempresas, es deber del Estado ofrecerles a ellos remedios reales, no soluciones basura.