I
El concepto de artes figurativas suele aplicarse a aquellas expresiones que a partir de formas y figuras tratan de representar o imitar a la naturaleza. Este proceso mímico posee un alto componente icónico en el que el artista tiene frente de sí a un modelo o realidad determinada que busca plasmar en su obra; de esta manera se piensa en la mente humana como un espejo que reproduce lo que se posa frente a él. Pero pensar en la mente como un espejo también implica aceptar que éste puede ensuciarse, de ahí que la tarea del filósofo consistiría en limpiar y pulir la superficie reflectante de la mente (y el lenguaje que usa para comunicarse) para poder así establecer un marco inmaculado de referencia de todo conocimiento universal (para muchos esta es la reflexión principal de la llamada filosofía analítica).
Sin embrago, esta posición es cuestionada por Richard Rorty en su obra de 1979 La filosofía y el espejo de la naturaleza con la tesis de que es necesario abandonar la noción del conocimiento entendido como la representación exacta y que resulta de los procesos mentales especiales e inteligibles gracias a una teoría general de la representación. En otras palabras, se trata de una filosofía post-kantiana que deja de lado la idea de que exista una disciplina global que legitime o sirva de base a las otras (la filosofía), es una apertura a otros contextos bajo los cuales es posible conocer sin amarrarse a una teoría universal e inequívoca. Rorty, pese a ser un filósofo renombrado, veía en la literatura un lenguaje más cálido y útil que el de la filosofía, pues esta última pretendía colocarse en un escenario de omnipotencia que pretende regular todo juicio y comunicación. Es más probable encontrar moralidad y felicidad en los textos de Proust o Whitman que en obras de Descartes o Kant.
Asistimos, con la idea de Rorty, a un escenario en el cual se busca acabar con la confianza que suele tenerse en el concepto de “la mente” como un objeto sobre el cual debe tenerse una visión filosófica, o el “conocimiento” como algo que puede ser objeto de una “teoría”. Así las cosas, interrogantes como si mi descripción de mundo corresponde a lo que verdaderamente es el mundo abre el debate a cuestionar si existe una sola imagen vinculada a una sola palabra, o un sólo discurso vinculado a una sola realidad. Con este planteamiento Rorty disuelve la idea de un pensamiento fuerte y objetivo en una pluralidad de visiones del mundo sin más fundamento que su propio contexto (inter-subjetividad) y el hecho de haber surgido desde intereses y situaciones diferentes con matices diversos. Rorty entonces da paso a la interpretación como único discurso posible dada la multiplicidad de contextos, a la ironía como forma de describir los estados de cosas y a la literatura como forma de expresión de la nobleza y dignidad, todo esto como forma de una existencia más humana y cálida. En conclusión, la vieja idea de que las ciencias naturales, la teología o la filosofía pueden brindar la única descripción verdadera y real de la esencia del hombre es una ironía, y ello lleva a Rorty a plantear que lo que distingue a unos filósofos de otros es precisamente quién es el objeto de su envidia, pues los filósofos analíticos envidian a los científicos de las ciencias naturales o a los matemáticos. Rorty, en cambio, nos dice que si tuviese que elegir compañía para llevar a una isla desierta, escogería a Blake o Rilke, una muestra más de que la literatura permite una mejor comprensión del mundo que la filosofía (algo en lo que coincide con Wittgenstein, por ejemplo, quien decía que las respuestas de la filosofía estaban el Tolstoi o San Mateo).
Dada la anterior reflexión resulta válido preguntarse si las respuestas que la filosofía busca pueden encontrarse en la música también. Pienso firmemente que sí. La música como figuración busca explicar y dar sentido a la realidad pues cada obra o pieza musical es en últimas el reflejo de la mente de su creador. Nos encontramos entonces ante la visión de una realidad hecha música. Cuando nos disponemos a reproducir una pista musical nos disponemos a un diálogo con la visión del mundo que tiene su autor, nos conectamos con sus vivencias, ahora externalizadas en sonidos organizados. De la misma manera que leemos a Platón porque nos interesa saber qué quiere decirnos sobre su realidad y sus emociones, escuchamos a Chuck Berry, por ejemplo, porque queremos saber qué nos quiere decir acerca de su realidad y sus emociones, comprar un libro no es nada distinto a comprar un disco. Pero lo más importante: es la música ese punto de encuentro que permite reflexionar sobre la vida misma y sus matices, desde lo más banal hasta las profundidades de la complejidad humana, todo es susceptible de musicalizarse. Entonces si para Rorty la literatura era la salvación de la filosofía, no es menos cierto que la música también puede, y debe, serlo; es así una respuesta más humana.
II
Se cuenta, aunque no hay registro de ello, que un día de 1895 el banquero Leopold Goldschmidt, recibió un cuadro que previamente había encargado al pintor simbolista Gustave Moreau años antes, seis para ser exacto. El cuadro era la imponente obra de más de dos metros de alto por uno de ancho llamada “Júpiter y Sémele” (que representa todo un ciclo con la historia mitológica de dichos personajes y que está basada en la Metamorfosis ilustrada por Ovidio). La pintura generó una reacción de asombro y sorpresa por parte del banquero (y no es para menos si se aprecia el resultado final), se dice que, abrumado por la belleza exuberante que tenía frente a sus ojos, éste escribió al pintor para pedirle ayuda con la comprensión de semejante despliegue de imágenes, símbolos y referencias. Se dice, igualmente, que al autor de la obra esta petición no le cayó muy bien, consideraba que no era necesario explicar su arte pues estaba a la vista y su significado era evidente para un amante del arte; Moreau consideraba que la pintura era el lenguaje de Dios, y que cualquier mente con algo de sentido y pasión podía entenderlo.
Esta anécdota nos lleva a preguntar si, al igual que el arte de Moreau, se requiere de cierto talento para apreciar la música y también si es necesario que el autor explique su obra para que ésta no sea mal entendida (en un claro fenómeno hermenéutico). Considero que no. Cuando una pieza musical sale al mundo ella misma basta para ser entendida (o malentendida), no se requiere preguntar a su autor qué quiso decir pues la respuesta es la pieza en sí misma: el autor responde con su música; puede pensarse incluso que el receptor de la obra puede entenderla mejor que el mismo autor. Así las cosas, la pregunta no es ¿qué quiso decir el autor? El verdadero interrogante es ¿qué me quiso decir? Se trata de un diálogo inter-subjetivo (como lo planteó Rorty) en donde mis vivencias se mezclan con las transmitidas por el autor para así encontrar respuestas a mis ideas sobre mi lugar y función en el mundo. La comprensión o incomprensión de una pieza musical hacen parte del proceso de comunicación entre su autor y el oyente, y permiten además que el sentido que cada uno otorgue a lo que se escucha sea en últimas el mensaje que alimenta el alma y motiva el gusto por uno u otro género o artista. No hay entonces un sólo significado para una canción, la idea de una explicación universal se disuelve en fragmentos que redefinen el significado de acuerdo al gusto y estructuración de cada receptor. Esto confirma lo que dije en una entrada anterior: es absurdo construir una superioridad intelectual a partir de lo que se escucha, tal escenario no existe en tanto la música nos define a partir de experiencias y sensaciones compartidas con un autor o artista.
III
Pero a la idea descrita en los dos numerales anteriores puede oponerse un ejemplo notable de universalidad del mensaje musical, me refiero a esos topoi o lugares comunes de los que hablaba Aristóteles. Y es que a veces surgen obras que son atemporales y además son el reflejo de una sociedad inmóvil (o cómodamente paralizada recordando a Pink Floyd), una sociedad inerte pero presente, como un barco pintado en un océano pintado. Son estas obras las descripciones de una realidad presente en todas partes y entendible por todo aquel que quiera detenerse a contemplarla. Son canciones que no requieren más explicación que su letra ya aclarada y cruda, que no demandan un esfuerzo intelectual desgastante, aquellas canciones que nos recuerdan que la esencia del Rock es su estilo barriobajero, directo, popular y no uno sofisticado, metafórico e intelectual: hablo de esas canciones universales que funcionan en cualquier nivel, época, sociedad y ritmo.
Hablo del tema “La argentinidad al palo” del 2004 (perteneciente al álbum que lleva ese mismo nombre) de la banda argentina Bersuit Vergarabat. Confieso que esta es mi banda favorita en español por su mezcla perfecta entre Rock and Roll y Cumbia principalmente (aunque agregan otros ritmos latinoamericanos como el tango, la milonga, la chacarera, la samba y el candombe).
Formada en 1988, bajo el liderazgo del particular cantante Gustavo Cordera (El pelado), su estilo es claramente identificable tanto por sus ritmos propios del folclore latino como por su mensaje político y de crítica a la sociedad tradicional. Es común encontrar en sus letras cuestionamientos hacia políticos como Carlos Menem, Domingo Cavallo, Eduardo Duhalde, entre otros, lo que incluso llevó a que varias de sus letras hayan sido censuradas; pese a esto su popularidad nunca se vio mermada y su imagen e influencia es notoria en la escena argentina, y latina del rock en español.
En “La argentinidad al palo” (“al palo” sería el equivalente nuestro de “al tope”, es decir, “al máximo”), la Bersuit nos muestra la realidad que vivió, vive y vivirá la Argentina, pero que no es distinta a la que ha vivido, vive y vivirá cualquier país latinoamericano. Es una fiel descripción del oportunismo y el arribismo como combustible de la política, estructura que ha permeado a toda la sociedad, por ende, la gente del común no es inmune a tales defectos pues en el fondo somos los políticos que elegimos.
Los pueblos latinoamericanos han estado marcados por gobiernos autoritarios y corruptos, pero la ironía radica en que de alguna manera esos mismos pueblos han adoptado como estilo de vida esa forma de ser engañosa, truculenta y tramposa que reprime y subyuga, resultando todo un espiral sin fin, un caos del que no podemos escapar. Cansados de los robos y los abusos de la clase política y las élites, el pueblo ve como única salida el robo y el abuso hacia aquel que es inferior, bajo la premisa según la cual si el poderoso lo hace, yo también puedo hacerlo. La corrupción y las trapisondas son parte de un sistema moral alterado y deformado que es un ecosistema “natural” del desarrollo de competencias y capacidades humanas. Bajo este escenario, presenciamos el abuso que cada persona realiza a diario al Estado y sus instituciones, todos, a nuestro modo, violentamos la moralidad pública con la justificación de estar combatiendo al corrupto; pero al final, la víctima siempre es la justicia y la dignidad. En la parte final del vídeo de la canción puede verse a Isabel “la Coca” Sarli (icónica actriz y vedette argentina) representando a una mujer muy sensual violentada (como en su película más famosa “Carne”) diciendo a un cachondo Cordera: “¡Canalla! ¿Qué pretende usted de mí?” Lo anterior en una clara referencia a la actitud voraz y descarada con la que el político y el ciudadano “común” abusan del Estado sin piedad ni decoro.
Como resultado de todo este fenómeno se tiene la creación de una conciencia truculenta que auspicia y promueve la trampa y la viveza como valores propios del que resiste los embates de la autoridad también corrupta; y esto se empaca bajo el rotulo de lo nacional. La trampa se ha convertido ahora en un sello del pueblo argentino (y latino) en tanto es muestra de supervivencia ante el tirano (lo que llamaríamos aquí “malicia indígena”). Se tiene que ser más “vivo” que el político o el policía que roba, y al lograrlo se obtiene la admiración y el respeto social. Toda una serie de antivalores que se convierten en la realidad que vivimos y de la cual no vemos salida alguna.
Así se construyen logros en torno a hechos banales para palear una oscura realidad que se oculta tras el orgullo: la corrupción, la pobreza y el subdesarrollo. Si bien es cierto el pueblo reconoce el castigo de tener una clase política corrupta, voltea la vista atraída por logros y récords insignificantes: fútbol, reinados de belleza, logros científicos, artísticos o deportivos individuales presentados como resultado de un esfuerzo colectivo (no es “ganó”, es “ganamos”). Lo canta la Bersuit: “La calle más larga, el río más ancho, las minas más lindas del mundo. El dulce de leche, el gran colectivo, alpargatas, Soda y alfajores. Las huellas digitales, los dibujos animados, las jeringas descartables, la birome. La transfusión sanguínea, el 6 a 0 a Perú y muchas otras cosas más.” Todo esto pone la “argentinidad al palo”, a tope, al máximo; exacerbamos al máximo los sentidos y las emociones recordando los logros insignificantes o individuales para obviar la triste realidad que nos agobia, es esta nuestra condena y trágicamente nuestra única forma conocida de felicidad.
La letra de la canción es una estructura universal, funciona para cualquier país, sólo hay que agregar aquello de lo que nos sentimos orgullosos, tan orgullosos que no somos capaces de ver lo mal que estamos. Si la canción tuviese una versión colombiana, una especie de “Colombianidad al tope” empezaría así: El río más bello, las mujeres más lindas, Maluma, Shakira y Silvestre. Sancocho de Gallina, cuajada con melao y bandeja paisa. Segundo himno más bello del mundo y segunda aerolínea en la historia. Una Miss Universo, dos Virreinas, Una Copa América, el 5-0 a Argentina y muchas cosas más. En fin, todo aquello que nos hace mejores que el resto, todo aquello que nos llena el pecho de orgullo y pasión, pero que a la vez nos recuerda que no podemos encontrar la felicidad en un Estado benefactor, unas autoridades honestas o una ciudadanía responsable, por el contrario, la felicidad está en creernos mejor que los demás.
Al final la Bersuit da la puntillada final con la frase que define toda esta parafernalia: “Del éxtasis a la agonía oscila nuestra historia, podemos ser lo mejor o también lo peor con la misma facilidad.” Nuestra sociedad bipolar se destruye entre alabanzas y frustraciones. Somos lo más grande cuando “ganamos”, pero lo peor cuando “perdemos” anulando así cualquier individualidad crítica. Al final somos el resultado de nuestras propias emociones y asistimos incapaces al entierro de la conciencia individual como primera etapa del cambio social. Somos un pueblo exultante o fracasado, no hay puntos medios, la polarización es nuestro signo trágico, el individuo no existe, es sepultado por un populismo de extremos.
En la imagen: Isabel “La Coca” Sarli en su más famosa película “Carne” de 1968.