A Andrés Caicedo lo mataron

«Ciudad Solar era un antro comunista lleno de basuco en la Cali de los setentas.»

Pienso considerar ese comentario como un simple dato coctelero, murmurado en una polvorienta conversación de bar. Esa noche también escuché otras cosas. Y es que adoramos las versiones oficiales cuando son fáciles de entender, así sean mentira. Nos llenan de falsa seguridad. De esa forma nos damos cuenta que la navaja de Ockham tiene doble filo.

Sabemos que nuestro cerebro procesa con dificultad las versiones más rebuscadas, pero lo curioso es que ciertas anécdotas elaboradas y con bruma de misterio, logran desbloquear la receptividad, ofreciendo a
quien decide interesarse, la posibilidad de explorar otras ficciones que pueden llegar a matar la versión oficial con una verosimilitud aterradora. Es característica de un paranoico buscar la confirmación de una sospecha, aún cuando lo que más quiere sea no encontrarla.

Mi paranoia ganó

Hace poco se publicó una colección de cartas privadas que Andrés Caicedo guardaba con rigurosidad ─tal como lo hizo el profesor J.R.R. Tolkien─, con la firme convicción de que en un futuro serían relevantes para quien se atreviese a escribirle una biografía.

Como se sabe, el ala conservadora de su familia se opuso a la publicación de algunas de ellas por su alto contenido homoerótico, temiendo que éstas causaran mancha al buen nombre del primer hipster latinoamericano. Pero si la gente lo sigue queriendo a pesar de frotar con inocencia el umbral de la pedofilia, ¿por qué el declararle su amor a hombres mayores le ocasionaría algún daño?

De todos modos, considero que los muertos poco se indignan sobre lo que pueda llegar a inventarse sobre la vida de ellos. En la vida pasada o futura de las personas existen miles versiones probables que no tienen por qué ser moralmente aceptables. Puede, en cambio, aparecer un mundo totalmente nuevo y quimérico que ayude a esclarecer escándalos gravitando la vida y obra de ciertos artistas. Me parece que ya todos estamos acostumbrados a la inverencundia del defenestrado.

Testigo de primera mano

Oí, a quien dijo ser un testigo de primera mano de la vida del escritor, una de esas versiones de la historia que suelen encontrarse en el lado B de los discos. Yo realmente pienso que era un apenas conocido que aprovechó el ser testigo presencial de los hechos, sólo para engatuzar a determinado tipo de univallunas que buscan la reencarnación de Andrés Caicedo un sábado en la noche.

Acostumbraba pasar de largo por la cuadra donde queda ubicada La Colina de San Antonio, una tiendita que tiene un atractivo por la clase de gente que la frecuenta. Es una especie de tertuliadero mundano suspendido en el tiempo, donde asisten universitarios, periodistas, prestidigitadores, músicos, charlatanes, extranjeros y en ocasiones, las personas más pedantes en pensamiento y maneras, como esa gente que confunde arribismo con elitismo.

La noche que decidí entrar a comprar una empanada, una de estas personas se encontraba allí. Era una de esas negras hermosas, alta, flaca, buenos pechos y caderas fértiles. Una negra negrísima cercana a sus 40
años. Parecía la voz femenina de esos grupos musicales afro que se van de gira de conciertos por todo el mundo.

Cerca estaba yo en otra mesa viéndola reír con su grupo de amigas treintonas, cuando comenzó ella a narrar la ya monótona historia del suicidio de Andrés Caicedo. La señora vociferaba roncamente, con la actitud arrogante de quien ha luchacho duro en la vida por alcanzar sus metas y a quien no se le ha regalado nada, que la letal dosis de pastillas de secobarbitol fueron las que pusieron fin a la existencia del cinéfilo. En ese momento, un señor la interrumpió.

Era un tipo de avanzada edad, flaco, de cabeza y bigote gris, con el tabique desviado y los ojos encuadrados en unas gafas de carey, las cuales no combinaban con su apariencia de campesino.

«─Vea eso no fue así, señora… perdone que me meta, pero eso no fue así. Al muchacho lo mataron, pero no voy a decirle que fue con un cuchillo u otra arma porque sí fueron pastillas, pero no seconal o secobarbitol: me sorprende ─una sonrisita se le empezaba a formar en la comisura de los labios─, lo enterrada que está la verdad sobre ese asunto, que hasta el sol de hoy, nadie imagina que mirando con detenimiento la colección epistolar del jóven, se puedan encontrar pistas esclarecedoras donde la droga, los conflictos familiares y el ajuste de cuentas tienen mucho que ver.»

«Mi explicación sobre lo ocurrido obedece a una situación en la que todas ustedes están en desventaja con respecto a mí. Le debo esta información a unas cartas de ese muchacho que nunca verán la luz, cartas que nunca llegaron a su destinatario, de las que su familia no sabe la existencia, pero que tengo en mi poder. Es información que no tiene precio más allá del sentimental, porque hace muchos años cuando era un adolescente, tuve la oportunidad de estar en la cadena de relaciones que le proveía la mejor droga al finado.»

«En una de esas cartas se muestra la angustia por la cual estaba pasando Andrés, aquella que le obligó a ingeniárselas para ir en busca de dinero a Estados Unidos con la excusa de vender sus guiones. Sin duda es una epístola apócrifa, pero recuerdo que menciona que debido a la glotonería farmacológica de Mayolo y sus pocos buenos amigos, Caicedo quedó endeudado con un dealer famoso por ese entonces. Después de ese episodio, sus compañeros lo fueron abandonando poco a poco: lo dejaron
tirado con tremenda culebra, además del cineclub y la revista.»

No es para nadie un secreto que el escritor se involucró en el mundo criminal de forma colateral, dando como resultado una directa adicción a las drogas. Todo esto gracias a la mano corruptora de su amado Guillermito, a quien Caicedo incluyera en la dedicatoria de El atravesado en la edición original financiada por su señora madre, tal cual como apunta Felipe Gómez, especialista en su obra.

Luego supe que a finales de los años setenta rondaba por los corredores de Ciudad Solar un zapatero que distribuía la mejor mango biche punto rojo de la ciudad, medicinal bálsamo para los ahora convertidos en sommeliers de la bareta. Dentro de la casona, habitaba una clientela tanto variada como ‘malapaga’. Para fortuna del vendedor, los funcionarios de la gobernación también eran buenos clientes y el dinero no les faltaba.

“Toño” Acuña era un tipo dicharachero, un carterista experimentado que aprendió sus habilidades en Nueva York, las cuales utilizó para introducir mágicamente en los bolsillos de sus clientes todo tipo de alucinógenos. El tipo distribuía, pero el que cobraba era otro.

Más ají en la empanada

El señor de enmarañado bigote y barba carente, seguía mostrando su erudición sobre este capítulo oculto de la historia del escritor caleño, mientras yo le echaba más ají a mi empanada:

«El jíbaro con sus habilidades de carterista era el mejor vendedor de la época, pero mal cobrador. En una de las cartas que reposan debajo de mi cama, el muchacho confiesa que el problema es “el socio de Toñito, quien es muy intenso cobrando hasta el punto de amenazarme con la muerte, mi futura heroína… me recuerda aquella vez que tu papá me persiguió y aunque eso me da piedra, lo que me pone nervioso es dejar de ver mis películas para dedicarle tiempo a conseguir la plata o morir antes de terminar de escribir todo lo que tengo por decir… Guillermito, ¡estoy en la olla!”»

Ser amenzado de muerte por gatilleros motorizados es una de las nefastas consecuencias de mantener el comercio de drogas en la ilegalidad. El desenlace siempre es fatal.

El viejo manoteó:

«¡Claro! Todo este asunto le recordó el episodio de la persecución causada por el romance entre una niña de doce años y un pervertido de diecinueve. El pobre diablo se desesperó tanto por pagar, que viajó a los States en busca de Roger Corman para venderle sus escritos. El afán hizo que le pidiera a su hermana que le tradujera su trabajo, aún sabiendo que Rosario no dominaba el inglés por esas épocas. Estaba perdiendo los estribos.»

«Hollywood castigó a Caicedo, quitándole plata y tiempo. Ya en Colombia y fuera de sí, no vio otra alternativa que buscar a “Toñito” para encontrar otra solución. El jíbaro ayudó al burguesito, primero porque apreciaba sus historias y segundo porque estaba dando a probar totalmente gratis una droga aún completamente legal, la famosa Vitamina Q. Ésta en principio era usada para tratar el insominio, pero su abuso se convirtió en toda una moda entre quienes querían experimentar con los sueños lúcidos. La idea era que Andrés las vendiera en Ciudad Solar y de esa forma, reunir la plata que debía.»

«Con una letra diferente, se lee al final de una de esas cartas lo que parece una confesión del mismo Toño: “Los intereses estaban creciendo y sabía que ni vendiendo esas pastillas se podría reunir el dinero suficiente. Sin embargo yo vi una salida más temeraria que iba en la línea de ese escritor que Andresito había creado. Supe de sus episodios suicidas, por lo cual fue fácil imaginarme que esta droga le iban a servir para evadir la realidad llegado el momento. ¿Se habría salvado de ser pastillas diferentes? No lo sé, pero de lo que estoy seguro es que al muchacho lo mataron… lo mataron esas pastillas que le presenté como solución…”»

«Acuña puso en manos del escritor 60 píldoras de Metacualona envasadas en un tarrito marcado con la palabra “Seconal”. Lo estaba ayudando a unir el narcisismo con la fatalidad, convertiéndolo en un mito. El resto de la historia ustedes ya se la saben.»

─Pero ─dijo por fin la señora─ ¿no pensás en llevar esas cartas a El País o publicarlas en algún lado?
─Sí, señora. Pero esta historia no me parece tan buena como los cuentos de Andrés Caicedo. Lo controversial, lo difícil, como se comprenderá, es la fuente. Según los pie de página extracanónicos, después de que el muchacho recibiera las píldoras, esas cartas fueron olvidadas por Andrés ya que salió corriendo con afán hacia su apartamento. Parece que ese día le entregaron su novela. Esas cartas son una fuente única…

Encogiéndose de hombros y con una sonrisita, el anciano se despidió perdiéndose detrás de una cortina en el baño del lugar, ubicado en toda una esquina a la entrada de la tienda. Yo me fuí un rato después, antes de media noche. Alguien cuerdo sabe que caminar por San Antonio a altas horas de la noche es tentar a Buziraco, quien a veces se disfraza de delincuencia común.

La marihuana hace de los imbéciles, testigos con mala memoria

Mientras atravesaba San Antonio a pie para salir a la calle quinta, muchas dudas me rondaban en la mente: «Las fechas no me cuadran… además, ¿no hubiese sido más sencillo que la mamá de Caicedo pagara la deuda? Si tenía los recursos para financiarle la publicación de sus escritos, ¿por qué no sacarlo de un apuro financiero? Tal vez era más dinero del que ella podía pagar… ¿Será que Andrés tenía la plata completa, pero se la gastó en el viaje porque pensó que era buena inversión? Si no podía pagar la deuda y su obra estaba terminada, ¿para qué seguir viviendo? A largo plazo todos estaremos muertos…»

El fin de semana siguiente volví a la tienda en busca del viejo para preguntarle sobre esas cartas. Supe entonces que el anciano duró perdido un par de días, que fue atropellado por un ciclista mientras deambulaba por el Peñón y que acababa de morir. Antes de que yo tuviese tiempo de hablarles, los dueños de la posada donde vivía el anciano se apresuraron a comenzar el proceso de higienización y limpieza, quemando todos los papeles que encontraron en el pequeño cuarto pintado de rojo, donde dormía este hombre solitario a quien conocieron como “Toño” Acuña.

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  1. […] Si te gustan las historias de ficción histórica, puedes leer esta sobre el asesinato del escritor caleño Andrés Caicedo. […]

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